Infancia, Chango Spasiuk. Pynandí. 2009

Otras músicas, esa música

domingo, 24 de septiembre de 2017 | Publicado por Karina Micheletto

Hay colores en las Otras músicas de Chango Spasiuk. Hay texturas, sabores, y hasta aromas que plantan momentos, situaciones, escenarios. Son Otras músicas que el acordeonista y compositor hizo no pensando en un disco, sino para que sonasen en películas, series de televisión, obras de teatro, o en diferentes proyectos. Las registró junto a colegas como Bob Telson, Popi Spatocco, Lorena Astudillo, Sebastián Escofet, Diego Schissi, entre otros destacados artistas. Y ahora sí las reúne en un disco, tal vez resguardándolas de un paso más fugaz, seguramente imponiéndoles otro cuerpo, uno propio.

Spasiuk está mostrando por primera vez en vivo estas Otras músicas. Ya lo hizo en Córdoba, Neuquén y Rosario; en Buenos Aires lo hará el próximo 28 de octubre en el ND Teatro (Paraguay 918), y en una nueva función que agregó para el 9 de diciembre en ese mismo teatro. Antes anduvo tocando por lugares como Canadá, en un festival de música ucraniana, y también por Europa, junto al vasco Kepa Junquera. Y todavía antes, nos contó sobre Otras músicas y sobre esa música, la que es capaz de abarcar, dice citando a Yupanqui, la sombra que el corazón ansía.

 

Cuáles músicas

Por suerte para los que lo compran, el arte de tapa del CD es de esos que están para sumar: hay una referencia a la procedencia de cada tema, por qué fue elegido y cómo. Así queda claro que películas como Carancho, de Pablo Trapero, o Los Marziano, de Ana Katz, inspiraron estas músicas. También proyectos de discos como Canciones de cuna, de la Asociación Casa de la Cultura de la Calle, o Gloomy Sunday, con reversiones del tema del húyngaro Rezso Seress, tan pero tan triste que, según la leyenda, fue prohibido por provocar suicidios allá por los años 30.

“La edición fue muy pensada para que no sea una ensalada, desde el orden, que no es cronológico, el mastering, la remezcla, donde en algunos casos grabé alguna segunda guitarra o algún segundo acordeón escondidos, tratando de aterciopelar el sonido”, cuenta el músico. ¿Obsesivo? “¡Si soy obsesivo para hacer un disco, soy diez veces más obsesivo para un trabajo como este!”, se ríe. E imagina al encargado del mastering acordándose de él.

– ¿Qué particularidad tiene escribir música para una película?

– Una cosa es tocar una música que tiene que llenar todo un espacio, otra es pensarla para complementarse con imágenes, diálogos, secuencias. Tiene que ser más despojada, debe encontrar sus huecos para encajar en esa estructura junto a otros elementos. Ese es el punto de partida: que complemente, sume o potencie. Después si uno lo logra o no, es muy subjetivo… Como dice Barenboim: lo único que se puede decir de objetivo sobre música es que es viento sonoro, todo lo demás es experiencia personal. Pero de alguna manera te ponés a disposición y lo hacés.

– ¿Y trabajás junto al director?

– ¡Para convencerlo! (risas). Porque mucho de lo que hacés no termina quedando en la película. Y después está todo el trabajo de sincronizar en el estudio, que es re bonito también. O tocar la misma melodía de distintas maneras, en distintos lugares de la película. Es un proceso muy bello que tomo como una oportunidad de aprender.

 

La sombra que el corazón ansía

“Yo compongo en el piano. Si me tengo que colgar el acordeón, ya estoy pensando en chamamé. Mi software funciona diferente: En el acordeón compongo polcas rurales y chamamés más tradicionales. Al piano puedo componer cosas más abstractas y pasarlas al acordeón, pero componer cosas abstractas desde el acordeón, no me nace”, explica el músico sobre su modo de trabajo.

La música es una porque es infinita y está habitada por todas las diferencias, cita el Chango al turco Kudsí Erguner, musicólogo e intérprete del ney. “Todos estamos conectados, buscando lo que dice Atahualpa: la sombra que el corazón ansía. Por más que esté haciendo y tocando esas otras músicas, en ningún momento puedo alejarme de mi tradición, de mi lenguaje, de mis propios zapatos. Pero sí tengo que ejercitar, a esta altura del partido, la capacidad de moverme en diferentes direcciones. ¡Si no, en vez de nutrir, estoy cerrando una canilla!

– ¿Y no lo pensás como un gesto constante en vos?

– Pero hay que seguir ejercitándolo. Por ejemplo: desde que empecé a grabar Tarefero de mis pagos, me volví casi un fundamentalista del sonido acústico. Dije: ¡uau, mirá lo que encontré acá! En Pynandí redoblé la apuesta y en el vivo del Colón, la multipliqué por cien. Y no me pienso mover de ahí, pero no por eso voy a dejar de hacer un disco de música electrónica. Si no, es como quedarte encerrado en un cuarto de la casa y no salir a los otros. Yo sé cuál es mi cuarto preferido, pero también quiero pasear por los otros.

– O sea… ¿en qué estás pensando?

– ¡Todo el tiempo estoy pensando! (risas). Para poder seguir teniendo un punto de vista, una opinión de las cosas, tengo que seguir experimentando.

 

 

El futuro del chamamé

“El futuro del chamamé está más en el conurbano bonaerense que en el propio Litoral”, asegura Spasiuk, poniendo el ojo y la sensibilidad en un circuito de riqueza en expansión, y sin embargo inadvertido para muchos. “La movida es muy grande y muy interesante para la música popular. Y no se escucha en las radios de folklore ni en los circuitos de los festivales”, observa.

Cuando tuvo oportunidad, el acordeonista reflejó esa movida en un capítulo de Pequeños Universos, el premiado programa que condujo por Canal Encuentro, con dirección de Bruno Stagnaro. Allí también reflejó la labor pedagógica de Tilo Escobar, de cuya escuela surgen pequeños grandes acordeonistas como Emiliano López, a quien ha invitado a tocar en sus conciertos en varias oportunidades.  (Podés mirar acá el capítulo de la movida chamamecera del conurbano).

Es imposible no emocionarse con otro capítulo en particular, como el mismo Spasiuk se emociona cuando lo repasa. Hizo más de 70 viajes a lo largo del programa: en los que pueden verse ahora fue a Bolivia, para mostrar la peregrinación de la virgen de Urkupiña, con miles de fieles tocando vientos, o la orquesta de La Paz que hace música criolla; y a Chile, para hablar de la nueva canción chilena y de la tradición de la cueca, alrededor de Violeta Parra. Pero este fue, quizás, el que lo llevó más lejos. A Apóstoles, Misiones, donde todo empezó, y donde además todo sigue.

Y así se lo ve a Spasiuk frente a la vieja casa familiar, al galpón de la carpintería de su padre. O frente a la vidriera donde estaba exhibido aquel acordeón amarillo que de niño miraba y miraba, y que luego fue el primero que tuvo, a los 9 años. Repasa viejas fotos con su prima. Vuelve a su escuela primaria, se encuentra con su maestra, que sigue siendo maestra. Y encuentra a un rubiecito de diez años, que va a esa escuela, que toca el acordeón, que pesca en el mismo río en el que él pescaba con su padre. “Algunas cosas han cambiado y algunas están exactamente igual, como si no hubiese pasado el tiempo”, concluye en la serie. (Podés mirarlo acá).

– ¿Sus primeras presentaciones fueron en ese salón de actos que se ve en Pequeños universos?

– Sí, pero bailando. Bailaba en el ballet ucraniano, hasta que mi papá me compró primero una flauta dulce, después una melódica, y finalmente el acordeón que tanto soñaba, cuando estaba en séptimo grado. Ahí con el acordeón empecé a ser el músico del ballet y a tocar en las kermesses. Y de ahí a los bailes de casamiento. Pero no casamiento como uno se imagina ahora: El casamiento era en el patio de la casa, en el patio de tierra, tocando tres canciones la noche entera. Porque tampoco me sabía tantas. ¡Hacía durar 45 minutos un valseado! (risas). ¡Y vieras cómo bailaba la gente! Hoy cualquiera tiene un teléfono con cien canciones, y no sabe qué escuchar. ¿Se puede hoy tomar dimensión de lo que era pasar un casamiento con tres canciones, y pasarlo bárbaro?

 

Grandes universos

– ¿Y del patio de tierra, cómo pasó al escenario?

– Uf, después de mucho. Después vinieron los bailes, y mucho, mucho tiempo después, empezó a aparecer algún festival. Tocar para bailes es todo un arte. Ya adolescente, y mientras estudiaba antropología y tocaba en los bailes, quería que mi música cambie. Me parecía que no estaba bien lo que estaba tocando: no era ni bueno para bailar, ni bueno para escuchar. ¡Así habrán sido unos veinte años! (risas) ¡Ahora creo que no soy tan bueno para bailar, pero para escuchar un poco!

– Le llevó su tiempo…

– Y fijate el veneno de esta sociedad, que le pide a los jóvenes resultados inmediatos. Si yo toco desde los 10 y tengo 47, podría decir que recién hará unos 10 años que he encontrado un sonido que me agrade, que sienta que es por ahí. O sea que me llevó unos 30 años. Hoy al que empieza se le pide algo bueno, y ya. Y algo bueno no puede venir ya, nunca. Uno de los grandes desafíos para los jóvenes es tener la paciencia de perdurar en el camino hasta encontrar lo propio. O sea, ir en contra de todo lo que hoy parece que debe ser.

– ¿Así que estudió Antropología?

– ¡Bueno, estudiar es una forma de decir! (risas). En la Universidad de Misiones. El año pasado me dieron el título de Doctor Honoris Causa. Y me dice el rector: Chango, ¡no te he encontrado ninguna materia rendida! Cursé todo el 87, todas las materias, pero no rendí ninguna. Me había inscripto también en el conservatorio de música. Y eso poco que llegué a cursar, me sirvió tanto para hacer música.

– ¿Por qué?

– Un músico es alguien que se prepara todos los días para hacer música, y prepararte no sólo es tocar tu instrumento, es ir construyendo un mundo, y entender el mundo que te rodea. Yo entré en la facultad en un momento político y social super interesante, me enriqueció mucho eso. Más todo lo que escuchaban mis compañeros: yo hasta ese momento no había escuchado nunca a Hermeto, a Piazzolla, a Hendrix, a Miles Davis. Toda esa información en disco de vinilo me puso en una crisis tremenda,  me rompió en mil pedazos. Hasta ese momento yo era un músico de chamamé que lo máximo que había escuchado era Barboza. Y de golpe: ¡uau! ¿qué hago con todo esto? ¡Todavía lo estoy digiriendo! (risas)

¿Aquel nene que bailaba en el salón de actos, sabía que quería hacer música, como un modo de vida?

– Lastimosamente, he tenido esa certeza toda mi vida. Aún antes de ese salón de actos, antes de tener el acordeón,  yo ya sabía que quería hacer esto.

– ¿Por qué decís “lastimosamente”?

— Porque es muy difícil tener diez años y tener esa certeza. Pesa. Es como algo que te quema, te mantiene demasiado inquieto. Una necesidad de caminar, de moverte. Como dice Bela Bartok: Lanzarse a lo desconocido desde lo que es conocido, pero intolerable. No hay nada de especial ahí, si no caemos en esa pelotudez tan mediocre de poner al artista como alguien que da algo que a los demás les falta, ahí desde ese pedestal. Ese es un lugar totalmente errado para mí.

– ¿Y cómo sería?

– El artista, o quien busca la belleza desde una disciplina artística, está tan necesitado como todos los demás, y cada uno cumple un rol diferente en esa construcción colectiva. Pero está buscando lo mismo que buscan los demás: no es que ya encontró. Eso que estoy buscando, lo estoy buscando desesperadamente. Mi relación con el arte es de una persona motivada por la necesidad y por la búsqueda. Que se completa en el patio de una casa, en la keremesse, o en cualquier escenario, pero siempre en el encuentro con el otro. Y no es humildad: yo soy una persona soberbia. Pero entiendo muy bien la diferencia.

 

 

 

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