Por Ricardo Capellano*
Tercera parte: El menemato
Dos hechos fundacionales:
El viraje tradicionalista de Radio Nacional, gestión Julio Marbiz, que eliminó inmediatamente de su programación, espacios que difundían una diversidad de músicas populares, nacionales o no, de esa contemporaneidad. Por supuesto se trataba de músicas de menor inserción en el mercado dominado por las corporaciones mediáticas y discográficas, digamos: organizaciones expresivas contrahegemónicas.
La desaparición de una importante edición de casetes que se realizó sobre las mejores versiones de músicas del Cuchi Leguizamón, elegidas por él, a partir de las grabaciones en vivo de los ocho conciertos que el compositor y pianista salteño brindó en el Teatro Municipal San Martín (1988), con la excusa de que en el material impreso figuraban las autoridades del gobierno municipal anterior. (Por suerte las cintas originales no desaparecieron, pero quedaron en manos privadas).
Junto con el violento recorte del presupuesto para cultura, estos hechos transparentaron la política para el sector, y el mínimo rol que el Estado Nacional asumiría en las políticas de todas las áreas (como la provincialización de la educación pública sin financiamiento de la Nación).
Después, se sabe, privatización a bajo costo de empresas estatales que generaban ganancias, importaciones, desindustrialización, endeudamiento sistemático, congelamiento de salarios, ilusiones convertibles, créditos esclavizantes, fantasías primermundistas, relaciones carnales con el monstruo, indultos a genocidas, reelección del desastre, pizza, champán, Ferraris y caricias ásperas del FMI.
El derrumbe definitivo del circuito oficial, gratuito, de música (más allá de las elogiables y fugaces gestiones de Litto Nebbia en la Dirección Municipal de Música, y de Alberto Ure en el Centro Cultural Recoleta), fue la primera consecuencia cultural.
Pero también, comenzó una mercantilización excesiva del circuito privado de bares y pequeñas salas, poco y mal equipados técnicamente, en detrimento de las ganancias de los músicos. Hubo excepciones como Liberarte, orientado hacia nuevas músicas, y el Foro Gandhi, más cerca del tango. Constituyéndose, progresivamente, en los primeros focos de resistencia cultural y política de la etapa.
En este contexto social, político y económico, una nueva generación de músicos estuvo agredida por una tensión-presión cultural cuya presentación simbólica puede sintetizarse por dos expresiones la época: “el fin de la historia” y “el posmodernismo”.
Otro foco de resistencia cultural, esencial, fue el sello Melopea Discos, creado en 1988 por Litto Nebbia, por la producción, real por inversión y riesgo económico, de una interesante diversidad de músicas de la época, que, además, incluyó figuras tangueras como Roberto Goyeneche, Horacio Salgán, Ernesto Baffa, Virgilio Espósito, Antonio Agri, Enrique Cadícamo, Raúl Garello, Carlos García, Osvaldo Berlingieri, etc., pero también Adriana Varela, Gustavo Fedel, Juan Carlos Cirigliano, Daniel Binelli, Osvaldo Tarantino, Walter Ríos y otros más. Un verdadero rescate de nuestro patrimonio cultural, que estaba en peligro por los nuevos diseños de mercado de las corporaciones del disco.
En otra zona, la pedagógica, se profundizaba y consolidaba la propuesta artística, conceptual y metodológica del Taller de Composición del Conservatorio Superior de Música Manuel De Falla (posgrado), creado por quien escribe en 1985, uno de cuyos objetivos fue y es desarrollar, desde lo creativo, nuevas relaciones estéticas entre nuestra memoria y la contemporaneidad.
En este complejo contexto social, político y económico, una nueva generación de músicos estuvo agredida por una tensión-presión cultural sin antecedentes, cuya presentación simbólica puede sintetizarse por dos expresiones la época: “el fin de la historia” y “el posmodernismo”. Es decir que se ingresó en el territorio cenagoso del “está todo hecho” y otras amargas premoniciones de la ausencia de futuro que siempre tienden a la parálisis del presente, a la inacción, a la desaparición del pensamiento crítico, a la despolitización, al pragmatismo y al posibilismo enemigos de los sueños de transformación. Entonces el pasado comenzó a ser un refugio adecuado para retomar el movimiento de la historia.
Como siempre, otra parte retransitó el jazz, o su deformación nacional: el jazzismo estandarizado. Y una más, abordó el folklore haciendo eje en un armonicismo sin la esencial invención rítmica.
Mientras tanto, la caída del poder adquisitivo desertificó el circuito privado de música y la recesión continua comprometió seriamente la producción discográfica de pequeños y medianos sellos, con el incremento de costos e inversión que implicó la reconversión entre el casete y el disco compacto y sus cambios tecnológicos (analógico-digital), junto al incesante decrecer de las ventas y el crecer de la piratería (la propiedad colectiva del arte es un objetivo, pero en el socialismo). Así la agresiva adversidad que enfrentaban las propuestas musicales más audaces, en la posibilidad de espacios, de circuitos, de difusión y de comercialización, delineaba un espejo en el que nadie quería mirarse.
Conformismos y rebeliones
Una parte de esa generación del los ’90 retransitó, asumiendo plenamente el posmodernismo, caminos del rock y pop pero sin dramática, es decir: con ausencia de discursos melódicos, remplazados por células o, en el mejor de los casos, líneas melódicas (hablando, esquemáticamente en números, una célula: entre 5 y 7 notas, una línea: entre 7 y 20 notas, un discurso: más de 30 notas, lo que genera un movimiento expresivo de aperturas, inflexiones, comentarios y desarrollo armónico denominado dramática). Así se popularizó la torta: base, “colchón” y línea melódica de flotación.
Como siempre, otra parte retransitó el jazz, o su deformación nacional: el jazzismo estandarizado. Y una más, abordó el folklore haciendo eje en un armonicismo sin la esencial invención rítmica. Pero las propuestas estéticas, de perfiles socioculturales, que sacudieron la época fueron: el “rock barrial”, desde formatos del rock nacional y el punk hacia las inserciones rítmicas rioplatenses, y la bailanta-cumbia-cuarteto-cumbia villera, desde el pasatismo fiestero hasta el testimonio literario crudo, cercano a la payada o, más moderno, al rap y al hip hop.
Bersuit Vergarabat, Los Piojos, La Renga, Caballeros de la quema, Jóvenes pordioseros, Viejas Locas, Don Cornelio y la zona, por ejemplo, constituyeron un foco de resistencia cultural masivo al menemato que, en muchos casos, confluiría con los músicos bailanteros y su estética, creando un público que rompió las barreras simbólicas y efectivas entre trabajadores desocupados e informales (a los que el sistema denominaba marginales), trabajadores ocupados y estudiantes (sectores a los que el sistema denominaba clase media).
Esta confluencia, demoledora de prejuicios separatistas con olor a racismo, presente en los públicos de nuestras músicas populares anteriores, se expresaría más tarde en los acontecimientos de principios del siguiente siglo.
De alguna manera, en esa etapa de despolitización, el tango comenzó a generar discusiones artísticas y culturales íntimamente relacionadas con la política.
Es importante señalar que en muchas creaciones iniciales del rock barrial fluía una esencia manifiesta: el tango. Una memoria latente, esencial, pero con tendencia a la disolución en los crematorios del oportunismo, para lograr ascensos en popularidad y comercialización.
La trama del primer encuentro
En los comienzos del los ’90 fue muy intenso el interés de los jóvenes músicos por el tango. En el seno del Taller de Composición lo planteaban en toda su diversidad: como territorio creativo a imaginar, como necesidad de indagar repertorios no popularizados u olvidados, como necesidad de contemporaneizar una identidad perdida, como posibilidad de intervenirlo desde nuevos conceptos de orquestación, como rescate del patrimonio cultural, como centro de una nueva texturalidad urbana, como material a “fusionar” y como género muerto a superar.
De alguna manera, en esa etapa de despolitización, el tango comenzó a generar discusiones artísticas y culturales íntimamente relacionadas con la política (se sabe que arte y política son indivisibles). Así el tango, como presencia, ocupó el vacío de debate, conflicto y compromiso, y le dio sentidos a deseos y necesidades de una generación que discutía esa música consigo misma. Discutía su presente mirando en la única dirección que parecía posible: el pasado.
Antes, el tango había sido objeto de confrontaciones entre generaciones. Discusiones que posteriormente se trasladaron a los proyectos políticos. Por supuesto que, en lo conceptual y en lo metodológico, el Taller fue permeable a esos intereses. Hubo en algunos tramos de sus tres años de cursada un trabajo creativo llamado “invención tango”, no desde el género sino desde su campo simbólico y su imaginario, liberando cierto misticismo tanguero, muy presente en la mirada de esos jóvenes. Siempre con la visión estética de memoria y contemporaneidad. Y era sorprendente la naturalidad de las nuevas relaciones compositivas que aparecían con “la mugre”, que es la denominación, en la jerga, de los pequeños desfasajes e inestabilidades entre marcación y fraseo.
Otra novedad: la ausencia de piazzollismo. Aún admirando la obra de Astor Piazzolla, no había rastros de la influencia del compositor, convertida en un formato reiterativo por la generación anterior. Sin embargo, era transparente que, una parte importante de esos músicos, necesitaban transitar un recorrido histórico, ir hacia atrás, buscar orígenes y venir.
Respetar, investigar, orquestar
En esas condiciones de época, tiene lugar, lógicamente por primera vez, una ardua investigación musicológica protagonizada por los propios músicos. Con entusiastas colaboraciones de músicos de generaciones anteriores como El Tata Cedrón, Emilio Balcarce, Aníbal Arias, José Libertella, Luis Stazo, Leopoldo Federico, Julio Pane, Horacio Cabarcos, Colacho Brizuela, Horacio Salgán. Y de periodistas como Julio Nudler y Oscar del Priore.
Es muy importante exponer que había una unidad en el trabajo interpretativo: el tratamiento de cada obra compositiva como entidad musical integral, es decir: sin posibilidad de forzar su modernización.
Una escuela no convencional de calles, bares, casas, registros y archivos, públicos y privados, con clases-charlas-música en un solo turno: la noche. Desde ahí que surge un movimiento muy diverso: orquestas típicas como El Arranque, la Fernández Fierro, La Imperial, Sans Souci. El quinteto de Pablo Mainetti, el cuarteto Vale Tango, el quinteto 34 puñaladas, el cuarteto Ventarrón, Lidia Borda, el Tape Rubín, Victoria Morán, Soledad Villamil, Brian Chambouleyron, Cucuza Castiello-Moscato Luna, por dar algunos ejemplos.
- 34 Puñaladas
- Fernández Fierro
- El Arranque
Interpretando autores como Julio De Caro, Carlos Di Sarli, Osvaldo Pugliese (había dos orquestas llamadas Color Tango, integradas por algunos músicos que fueron parte de la última etapa del compositor), Sebastián Piana, Astor Piazzolla, Francisco Canaro, Julián Plaza, Atilio Stampone, y otros menos recordados como Alfredo Gobbi, Anselmo Aieta, Eduardo Arolas, Agustín Bardi, Pedro Laurenz, Rafael Tuegols, Francisco Pracánico, Vicente Grecco, Abel Fleury, José María Aguilar, José Martinez, Hugo La Rocca, Juan Caldarella. Separándose bastante del típico y trillado repertorio tanguero instalado anteriormente.
Es muy importante exponer que había una unidad en el trabajo interpretativo: el tratamiento de cada obra compositiva como entidad musical integral, es decir: sin posibilidad de forzar su modernización. Un acierto estético, que merecían obras patrimoniales del tango que ya eran música clásica de la ciudad de Buenos Aires.
Entonces la diversidad se concentraba en los distintos perfiles sonoros y de coloratura de la orquestación, en el trabajo de profundización de las dramáticas expresivas en las versiones actuales y en distintos tratamientos de la intensidad rítmica.
Continuará…